lunes, 8 de febrero de 2010

Introducción

En verdad que ser humano es toda una paradoja: tanto potencial, tanto deseo de obrar, y sin embargo, ¡cuánto aburrimiento, cuánta dejadez, cuánta pereza! Nuestro fabricar nos han permitido conquistar el mundo, esgrimir la naturaleza para facilitarnos una vida que sigue siendo sumamente azarosa para billones (hasta el punto de que nos hemos vuelto unas perfectas plastas, ya que no nos da la gana hacer un simple cálculo matemático si no tenemos una máquina que piense por nosotros.

Lo digo sin temor: si Dios pudiera fracasar, el hombre sería la joya de la corona de su salón de la infamia. ¡Tan vil unas veces, tan noble otras! ¡Egoísta hasta la destrucción, abnegado hasta el sacrificio más costoso! ¿Mas a qué viene todo esto? ¿Por qué tal desparramiento ante tantos ojos, sabiendo que todos lo olvidarán, y que la mayoría me creerá emo? No sé: tal vez porque un aspecto fundamental de ser humano, más que razonar o discurrir, es querer que se nos escuche.

Un antiguo profesor mío dice que somos seres para la muerte, por lo que infiero que nuestras obras se reducen a una ridícula intentona de escapar de ésta. En paráfrasis de Ramos Otero, nuestra vida se vuelve una invitación al polvo, un existir que no se contenta con comer, beber y fornicar. He aquí nuestra terrible grandeza: podemos preguntarnos a nosotros mismo quién somos, qué somos, de dónde vinimos, hacia dónde vamos, preguntas que toda religión prometen responder (unas con más o menos éxito que otras), inquietudes que no puede ahuyentar elocuencia alguna, ni pueden extinguir clubes ni partidos.

Al final de día, sólo nos tenemos a nosotros mismos: aunque tengamos que dar cuenta de nuestros actos, no podemos atribuírselos a otro, y lo peor, es lo único que nos llevamos a la tumba. Sólo nos resta vivir de la mejor forma posible, cuidando de nuestro semejante, para que demos buena respuesta a esa pregunta: ¿dónde está tu hermano?

No hay comentarios:

Publicar un comentario