sábado, 20 de febrero de 2010

Los cinco escollos del pensamiento religioso

A continuación daremos a conocer los aspectos más difíciles de negociar para todo aquél que rige su vida con principios (no valores) religiosos y morales, los cuales, tomados aisladamente o en conjunto, incitan el escepticismo y cinismo de los ateos e incrédulos del momento, ya que del hecho de que uno de ellos sea verdadero o falso no se sigue necesariamente que lo sean los siguientes. No traemos respuestas antiguas o nuevas: sólo deseamos aclarar el estado de la cuestión.

I. La existencia o inexistencia de Dios:

Seamos honestos: ¿quién no duda de que exista un Ser Supremo, especialmente si tomamos en cuenta la eterna degradación del mundo? Si es verdad que Dios existe, ¿acaso nos ha creado? Si Él nos creó, ¿se preocupa por nosotros, nos ha abandonado a nuestra suerte? ¿Es necesario que mi vida cambie o quede igual por el hecho de existir o no el Supremo? ¿Hay alguien dentro o fuera, o estamos solos en el Universo?

II. La providencia de Dios

El intentar reconciliar la existencia de un Dios bueno con el mal que infecta toda vida no es nada nuevo: lo atestiguan las Sagradas Escrituras, al igual que muchas obras de la literatura. Me pregunto con bastante frecuencia si en efecto vive un Dios bueno y providente, y, aunque soy católico practicante, quiero dar con una respuesta universal, infalible y verdadera en sí misma, cuya veracidad no pueda tomarse por sentado por medio de farsas, ni pueda tampoco derrumbarse bajo el ataque de argumento alguno.

La vida, la naturaleza y la historia no se rigen con razonamientos "ad hoc", y esto es precisamente lo que hecha a perder todo argumento a favor de Dios: el común de las gentes asume que el hecho de que Éste exista predispone necesariamente que Él sea bueno, justo, misericordioso y providente y, por consiguiente, que tenga un plan respecto a la historia y, "lógicamente", que seamos Sus criaturas favoritas y amadas.

¿Cómo justifican todo esto? Del hecho de que Dios exista no se desprende necesariamente que Él sea bueno, perfecto y paternal, o que quiera algo de nosotros, o que le importemos más que lo que Le importan el piojo y el perro (si es que en verdad Le importa alguien o algo). Es igual de absurdo sostener que yo soy bueno, abnegado y generoso por el mero hecho de ser humano y vivir entre mis semejantes, cuando en realidad vemos que abnegados y egoístas, buenos y malvados se llevan sumamente mal día a día.

III. El estado de las cosas

Es aceptable que un hombre lea el mundo que le rodea y los acontecimientos de su vida bajo óptica de religión, pero es ridículo e irrazonable pretender que el mundo tal como es en sí mismo se desarrolle y resuelva bajo los parámetros de cualquier religión o pensamiento filosófico o moral: la naturaleza no se resuelve religiosamente, la vida no se reduce a credos o corolarios.

La historia no es solamente esa progresión lineal hacia el triunfo final, mas tampoco acepto que sea esa elipse eterna que, como el Uroboro, se muerde a sí misma para hacer un círculo infinito, inalterable e inapelable, en el que todo se repite, propiciando que unos sufran y otros gocen, unos vivan y otros mueran, unos opriman y otros sean oprimidos.

Me resisto a creer que no haya nada más, pero eso no obliga a que las cosas tengan que ser distintas: el ser humano, engreido de nacimiento, pretende adaptar la naturaleza y la vida a sus propios gustos y necesidades en lugar de plegarse él a los de éstas. Nuestro egoísmo ha dejado la creación entera hecha una ruina, la cual camina a su destrucción inexorable.

IV. La religión como tal

La etimología indica que "religión" viene del latín "religare": "atar a algo." Por definición personal, religión es aquel conjunto de obras, rituales y creencias concernientes a lo sobrenatural, las cuales gobiernan y determinan (hasta cierto punto) el pensamiento, comportamiento y decisiones que toma aquel ser humano que se ata a ellos. Sin embargo, la efectividad de esta y aquella religión depende de si sus practicantes la toman en serio y se esfuerzan por practicarla bien.

Por eso es que Occidente está hecho una sonadísima mierda, a pesar de que hay millones de cristianos en todo el mundo (contando solamente a los católicos) que creen (o dicen creer) en el amor de Dios y en la redención que ofrece Su Unigénito, Jesucristo. Se repite la maldición de Juan el Bautista: "¡Hipócritas! ¿Quién les ha enseñado a escapar de la ira inminente? Produzcan frutos de conversión, y no se estén ahí parados diciendo: "Tenemos a Abrahán por padre." Porque yo les digo que Dios puede tomar estas piedras y con ellas hacerles hijos a Abrahán."

Los malvados pecan peor en masa, los necios se descarrilan más cuando muchos comparten e instan la necedad de todos y cada cual.

V. La religión organizada

Está de más machacar el hecho de que el catolicismo cuenta con millones de seguidores en todo el mundo, que esgrime muchas organizaciones poderosas a favor de los pobres y desvalidos, que ofrece los sacramentos para la santificación común e individual, que preserva hasta hoy gran parte del legado cultural, literario, científico, filosófico, histórico y religioso de Occidente. Eso por sí solo no hace que tenga la Verdad, ni ello implica necesariamente que tenga salvación alguna: "filantropía" no es igual a "caridad", por más que se complementen.

Los que nos tomamos nuestra religión en serio no dejamos de recordar la parábola de la puerta estrecha, ni que el mismo que dice "Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón" también dice "No he venido a traer la paz, sino la espada, a alzar al hijo contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra." Ningún fundador de religión necesita seguidores, sino discípulos.

La Iglesia quiere hijos, no fieles: somos un hogar regido por un solo Padre, un solo Hermano, una única Madre, no un club excluyente donde un grupito de paganos barnizados va a calentar poltronas cada domingo, arrullados por reiteraciones desgastadas y postulados trasnochados que resguardan sus microcosmos y desinflaman sus complejos de insignificancia, mientras que el mundo se pierde buscando la misma certidumbre que le ha eludido siempre, porque ninguna ruta u opción trae la Verdad entera, ni puede existir prescindiendo de todas las demás.

La Verdad es única, pero se despliega en infinitos senderos que trifurcan y trifulcan: no todas las vías llevan a Roma, India, Grecia, Arabia o América, pero tampoco pueden andarse cada una como si todas las demás no existieran. Hay que aplicar el principio de Cristo cuando los discípulos prohibieron obrar a ése que expulsaba demonios en Su Nombre sin ser del grupo que Él mismo formó: "No se lo impidan, porque nadie puede echar demonios en Mi Nombre y luego hablar mal de Mí. El que no está contra ustedes está por ustedes."

jueves, 18 de febrero de 2010

Primera meditación sobre las leyes

Somos seres razonantes (lo cual no es decir que seamos razonables); tenemos capacidad de elegir entre una o varias acciones (lo cual no implica necesariamente que vamos a ejecutar la mejor entre todas). Toda sociedad humana instituye leyes para asegurar su buen funcionamiento, ¿pero en qué radica la efectividad (o inefectividad) de las mismas?

Como escribimos arriba, ninguna sociedad puede prescindir de leyes, las cuales decantan en reglas de conducta que rigen la vida común, pero no por eso podemos confundir "ley" con "regla." Opinamos que una "ley" es un dictamen del común a sí mismo para llegar a un acuerdo sobre cómo se han de llevar a cabo aquellas empresas necesarias para resguardar la vida en sociedad y, por extensión, la vida humana, y también, cómo se ha de evitar o rehuir aquello que es nocivo a la supervivencia de dicho grupo.

La "regla" es algo menos abarcador: un grupo reducido, salido del mismo común (como la familia o la asamblea de practicantes de equis o yé religión, entre otros) congrega a los suyos, y éstos acuerdan cómo observarán este o tal precepto que estiman importante. Lo que sí tienen en común es que ambos obligan al acatamiento compulsorio, no optativo, si se quiere tener parte en dicho colectivo. Juzgando de la naturaleza humana, me uno a quienes concluyen lo siguiente: las leyes existen, no tanto para evitar la transgresión, sino para castigar a quienes la cometen.

Nuestros instintos y razonamientos básicos exigen que aprendamos a moderar (y cuando sea necesario, incinerar) nuestra voracidad y avidez de ser, poseer y tener si hemos de vivir felizmente con nuestros hermanos: no hay paz ni felicidad posible en un mundo en el que otro me puede echar de mi casa así porque sí, o en que hurte ímpunemente aquello que conseguí con mi sudor y sangre. Lo que hace que la ley sea ley (y la regla, regla) es que ambas deben obedecerse bajo pena de tal o cual castigo, los cuales han de administrarse según la gravedad del acto transgresor: como es obvio, no es justo ni necesario castigar el robo de una barra de chocolate con el mismo rigor con que vengamos una violación o incesto.

Lo primero perjudica al prójimo al quitarle su propiedad, conseguida por medio del comercio e intercambio de moneda por bienes que él mismo debe revender a cierto precio para compensar por lo que invirtió en procurarlos: el robo le quita dinero que no puede recuperar, por lo cual el castigo dado al ladrón debe perseguir la mediación, compensación y restauración de las finanzas particulares del comerciante para que éste pueda proseguir su función de sostener la sociedad con su trabajo. Por supuesto, esta mediación, compensación y restauración no pueden darse uniformemente, sino teniendo en cuenta el valor de los objetos y cuán importantes son para la supervivencia del comerciante y del consumidor: tomo por sentado que robar un banco de sangre o una iglesia exige una penalidad mucho más severa que la que se da por tumbarse una golosina.

Por otro lado, los crímenes antedichos agreden al ser humano mismo al atacar su cuerpo, lo cual causa daños mucho mayores que cualquier robo, ya que ningún dinero puede borrar los traumas visibles e invisibles que dejan a su paso, además de que siempre queda la posibilidad de que el agresor haga más estragos si se le permite seguir su senda de destrucción. Por eso es que se coloca al transgresor en una condición o estado (temporal o permanente, depende también de la naturaleza y gravedad del acto cometido) en que no pueda seguir haciendo de las suyas, y así mantener a todos a salvo.

Sin embargo, tampoco se me escapa el hecho de que se cometen injusticias mientras se persigue este objetivo de proteger y mejorar la vida en sociedad: se acusa y persigue a los inocentes por crímenes que no cometieron, y muchas veces se les castiga terrible e irreparablemente (con la pena de muerte, por ejemplo), o si bien hicieron lo malo, el castigo no corresponde al crimen, sea porque es demasiado severo, o excesivamente ligero. Cada caso particular acarrea sus propias complicaciones: no pueden despacharse de manera única e inequívoca, y tampoco nos es lícito abolir el castigo por temor a excedernos en su aplicación. Proponer esto es tan imbécil como el padre que no corrige a su hijo por temor a ser demasiado riguroso.

Del mismo modo que no es posible vivir en un mundo sin leyes, la otra cara revela que nuestros propios esfuerzos tampoco pueden crear civilizaciones completamente libres de injusticia e iniquidad: mientras los poderosos elijan abusar de los débiles, mientras podamos querer agredir a nuestro hermano por medio de nuestra ira, pasión, ambición o codicia, no podremos prescindir de mecanismos de retribución que busquen remendar la paz, tranquilidad y dicha que echamos a perder con nuestras malas acciones. Después de todo, el peor enemigo de la humanidad no es la ley, la religión, la sociedad, ni la familia, sino solamente dos personas: Tú y Yo.

domingo, 14 de febrero de 2010

Notas sobre el aburrimiento

Me parece sumamente peculiar que los seres vivientes puedan aburrirse. Escribí "seres vivientes" porque, en efecto, los mismos animales son más que capaces de ello, particularmente los domésticos (después de todo, si a la gata de casa casi siempre la encontramos dormida, no es porque le sobran ratones).

Defino "aburrimiento" no como "acción y efecto de aburrirse" (¿qué haríamos sin diccionarios?), sino como ese estado misterioso en que un ser viviente nota que no tiene (o cree no tener) nada "mejor que hacer" durante un presente concreto, uno de tantos instantes eternos de cada día, y, por faltarle algo en que vertirse a sí mismo, deja perder sus energías, cuyo mal uso induce a crímenes y pecados, y cuyo desuso convoca al banquete de los vicios.

Tampoco me satisface esta respuesta: ¿no estaré tratando de articular lo indefinible, poner un nombre arbitrario al ángel que nos deja cojos tras una larga lucha? Me iría mejor si intentara definir qué es amor, qué es la vida, o incluso, qué es o conlleva ser humano.

¿Por qué tan pocos intentan lo que nunca o casi nunca se hace? La mediocridad es tan comodona que no le remuerde regurgitar lo que come ni cenar su propio vómito. También debemos culpar a una de nuestras peores costumbres: tomamos por sentado que lo obvio es obvio, por lo que lo obviamos tanto que al final dejamos de decir lo que importa. La mente humana debe rumiar continuamente si no quiere olvidar, pero no podemos hacer esto permamentemente, ya que pensar es agotador, y lo agotador cansa y embota igual que el martillo mecánico que deja el pavimento en ruinas.

El concepto en cuestión (al cual damos un nombre sumamente vulgar, en mi opinión) es llamado "noia" en italiano, como si quisiera decir "la nada que denota un vacío." Los franceses la llaman "ennui" o "ennuiment", lo cual recuerda lo evanescente, la nube enorme que el viento siempre está disolviendo, sin acabar con ella jamás. El inglés lo denomina "boredom", remitiendo a la máquina que se embota a sí misma: taladra y destruye, deja el existir despedazado en el suelo. Como demuestra la economía discursiva de la vertiente norteamericana del neo-anglosajón, esta condición común no es nada placentera: "bored to tears," "bored crazy," "bored to death," etcétera, etcétera.

Temo que traigo más preguntas que respuestas. En mi opinión, el gran logro de lo humano no es tanto saber mucho como preguntar constantemente, ya que el inquirir pretende desenterrar algún fragmento desconocido que revela algo nuevo sobre Dios, el mundo, la naturaleza y sus criaturas, lo cual incluye a todos nosotros, nos guste o no.

Lo que si sé es que el aburrimiento es un arma de dos filos: con él podemos propiciar nuestra destrucción o nuestro encumbramiento. Cuando lo moldeamos aprendiendo, preguntando, cuestionando y aventurando, contrarrestamos su estela nociva, sombra de la muerte que mata antes de tiempo y sume en sueño todo mundo iluminado.