jueves, 18 de febrero de 2010

Primera meditación sobre las leyes

Somos seres razonantes (lo cual no es decir que seamos razonables); tenemos capacidad de elegir entre una o varias acciones (lo cual no implica necesariamente que vamos a ejecutar la mejor entre todas). Toda sociedad humana instituye leyes para asegurar su buen funcionamiento, ¿pero en qué radica la efectividad (o inefectividad) de las mismas?

Como escribimos arriba, ninguna sociedad puede prescindir de leyes, las cuales decantan en reglas de conducta que rigen la vida común, pero no por eso podemos confundir "ley" con "regla." Opinamos que una "ley" es un dictamen del común a sí mismo para llegar a un acuerdo sobre cómo se han de llevar a cabo aquellas empresas necesarias para resguardar la vida en sociedad y, por extensión, la vida humana, y también, cómo se ha de evitar o rehuir aquello que es nocivo a la supervivencia de dicho grupo.

La "regla" es algo menos abarcador: un grupo reducido, salido del mismo común (como la familia o la asamblea de practicantes de equis o yé religión, entre otros) congrega a los suyos, y éstos acuerdan cómo observarán este o tal precepto que estiman importante. Lo que sí tienen en común es que ambos obligan al acatamiento compulsorio, no optativo, si se quiere tener parte en dicho colectivo. Juzgando de la naturaleza humana, me uno a quienes concluyen lo siguiente: las leyes existen, no tanto para evitar la transgresión, sino para castigar a quienes la cometen.

Nuestros instintos y razonamientos básicos exigen que aprendamos a moderar (y cuando sea necesario, incinerar) nuestra voracidad y avidez de ser, poseer y tener si hemos de vivir felizmente con nuestros hermanos: no hay paz ni felicidad posible en un mundo en el que otro me puede echar de mi casa así porque sí, o en que hurte ímpunemente aquello que conseguí con mi sudor y sangre. Lo que hace que la ley sea ley (y la regla, regla) es que ambas deben obedecerse bajo pena de tal o cual castigo, los cuales han de administrarse según la gravedad del acto transgresor: como es obvio, no es justo ni necesario castigar el robo de una barra de chocolate con el mismo rigor con que vengamos una violación o incesto.

Lo primero perjudica al prójimo al quitarle su propiedad, conseguida por medio del comercio e intercambio de moneda por bienes que él mismo debe revender a cierto precio para compensar por lo que invirtió en procurarlos: el robo le quita dinero que no puede recuperar, por lo cual el castigo dado al ladrón debe perseguir la mediación, compensación y restauración de las finanzas particulares del comerciante para que éste pueda proseguir su función de sostener la sociedad con su trabajo. Por supuesto, esta mediación, compensación y restauración no pueden darse uniformemente, sino teniendo en cuenta el valor de los objetos y cuán importantes son para la supervivencia del comerciante y del consumidor: tomo por sentado que robar un banco de sangre o una iglesia exige una penalidad mucho más severa que la que se da por tumbarse una golosina.

Por otro lado, los crímenes antedichos agreden al ser humano mismo al atacar su cuerpo, lo cual causa daños mucho mayores que cualquier robo, ya que ningún dinero puede borrar los traumas visibles e invisibles que dejan a su paso, además de que siempre queda la posibilidad de que el agresor haga más estragos si se le permite seguir su senda de destrucción. Por eso es que se coloca al transgresor en una condición o estado (temporal o permanente, depende también de la naturaleza y gravedad del acto cometido) en que no pueda seguir haciendo de las suyas, y así mantener a todos a salvo.

Sin embargo, tampoco se me escapa el hecho de que se cometen injusticias mientras se persigue este objetivo de proteger y mejorar la vida en sociedad: se acusa y persigue a los inocentes por crímenes que no cometieron, y muchas veces se les castiga terrible e irreparablemente (con la pena de muerte, por ejemplo), o si bien hicieron lo malo, el castigo no corresponde al crimen, sea porque es demasiado severo, o excesivamente ligero. Cada caso particular acarrea sus propias complicaciones: no pueden despacharse de manera única e inequívoca, y tampoco nos es lícito abolir el castigo por temor a excedernos en su aplicación. Proponer esto es tan imbécil como el padre que no corrige a su hijo por temor a ser demasiado riguroso.

Del mismo modo que no es posible vivir en un mundo sin leyes, la otra cara revela que nuestros propios esfuerzos tampoco pueden crear civilizaciones completamente libres de injusticia e iniquidad: mientras los poderosos elijan abusar de los débiles, mientras podamos querer agredir a nuestro hermano por medio de nuestra ira, pasión, ambición o codicia, no podremos prescindir de mecanismos de retribución que busquen remendar la paz, tranquilidad y dicha que echamos a perder con nuestras malas acciones. Después de todo, el peor enemigo de la humanidad no es la ley, la religión, la sociedad, ni la familia, sino solamente dos personas: Tú y Yo.

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